Me despertó un recuerdo. Ingresó como memoria inducida por
el frío matinal de un domingo, aunque haya sido viernes. Se sentía domingo, por
su frío, y por la memoria de un domingo. Me perturbó el sueño con una imagen
nítida, e inmediatamente me despertó. Y ahora, aquél frío me acosaba el
pensamiento. Una memoria definitivamente mía. Me siguió entre las sábanas por
varios minutos, e incluso se levantó conmigo. Me siguió hasta el baño, donde
repentinamente el recuerdo se convirtió en reflexión. De memoria a pensamiento.
No iba a ser un buen día.
Como toda reflexión desencadenó en interrogantes, que se
ramificaban con gracia en posibles soluciones, como si fuesen problemas, o en
posibles respuestas, como si fuesen preguntas. Pronto la mañana se vio
atiborrada de enormes matorrales de perfumadas preguntas y delicados problemas de diferente espesor, y /me
encontré perdido\ en un intrincado laberinto con olor a café.
El 60 tomaba su ruta habitual, pero mi cabeza escudriñaba
por los rincones de aquel laberinto, que por momentos no era sino una tupida
maraña de mentiras y verdades enredadas. Los más obscuros pasajes los iluminaba sólo con el frío
dominical que había dado fruto a todo eso. No solo hay muchos pasajes, caminos
e incluso laberintos dentro de un mismo laberinto, sino que jamás me había
percatado de que también hay infinitas formas de recorrerlos.
Instalado ya en la oficina, me era imposible de enfocarme en
el trabajo. Me sorprendía continuamente haciendo garabatos, fascinado por el
esplendor de aquel laberinto que tan hábilmente había creado. Lo recorría
boquiabierto, reflexionando con suma concentración aquellos espacios vacíos
para que se llenasen de más matorrales infinitos.
De repente, entró por la ventana un frío dominical, perdido
en el viernes. Esta vez no era un recuerdo, era aquel mismo frío de domingo que
había dado fruto a mi impecable laberinto. Fue entonces que, no sólo encontré
el centro de mi creación y al mismo tiempo su salida sino que también el
laberinto perdió sentido y su inexistente existencia dejó de existir. Sólo me
quedé con aquél frío dominical, entrepapelado en la semana y unos vagos garabatos
en el margen de las hojas de la oficina, que no significaban nada. Y, después
de todo, el día fue ameno.
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